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Un Viaje por lo que Soy, por lo que seré, por lo que fui.
Alguien me dijo una vez que ya no tenía edad para hacer lo que quisiera, que era hora de madurar.
Esas palabras cayeron como un mazo sobre mi corazón, como si el tiempo fuera una jaula que me obligaba a renunciar a quien soy.
Pero ¿quién decide cuándo dejamos de ser niños, cuándo dejamos de soñar, cuándo dejamos de vivir?
Hay días en que me siento como una anciana, llena de historias y cicatrices, sabia en mis errores y en mis aciertos.
Esos días, preparo pociones con mis recuerdos, curando heridas con el poder de lo vivido.
Otras veces, soy una niña de preescolar, caprichosa y llena de berrinches cuando la vida no me da el helado que tanto anhelo.
Es en esos momentos, que recuerdo que la pureza de la infancia nunca nos abandona del todo.
Y luego está la adolescente que llevo dentro, esa que experimenta con la vida como si fuera un laboratorio gigante.
Es curiosa, atrevida, a veces imprudente, pero siempre dispuesta a descubrir qué hay más allá del horizonte.
Es ella la que me empuja a tomar riesgos, a vivir con intensidad, a no conformarme.
Pero también está la mujer bipolar, esa que oscila entre la luz y la sombra, entre la risa y el llanto, entre la certeza y la duda.
Es la que más me asusta, pero también la que más me enseña.
Porque en su caos encuentro la verdad de que no soy una sola, sino muchas.
No tengo una edad definida. Soy todas y ninguna a la vez.
Soy la niña que juega, la adolescente que explora, la anciana que cura y la mujer que siente.
Y en esa multiplicidad, encuentro la libertad de ser quien soy, sin pedir permiso, sin rendir cuentas.
Porque la vida no es una línea recta, sino un laberinto de edades y emociones.
Y yo, en medio de ese laberinto, elijo vivir todas las que habitan en mí.