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Las maldiciones de Rosario

Fernando Lastra era hijo de un español nacido en Andalucía.

Jamás había pisado la tierra de sus ancestros.

Según lo que había estudiado, los gitanos tenían orígenes europeos y fueron condenados a ser un pueblo errante. Sus dones más antiguos eran la adivinación, el arte del bufón y las ciclotimias de los reyes; eran los arlequines del poder.

Fernando creía que descendían de los celtas, aunque el tiempo los hubiera cruzado con los bárbaros.

En Rosario, cada noviembre, se levantaba la feria de las colectividades. Y como los ciclos de la naturaleza se han desordenado, las lluvias caían copiosas en esos días.

Fernando era un hombre bello, de hombros anchos y músculos marcados.

Detestaba aquella fecha: su padre había sido discriminado en su presentación. José, su padre, era un hombre de conjuros y hechizos.

A sus setenta años aún vivía, pero no recibía a Fernando en su casa: jamás le perdonó haberse casado con una mujer que no era gitana.

Era noviembre otra vez. Fernando sentía crujir sus huesos; un ronroneo oscuro nacía en su garganta. Su odio crecía tan ferozmente que parecía que las piedras del río se deshacían bajo su mirada.

Su esposa, María de Lapeña, era una mujer de buenas costumbres, aunque sin encanto.

Hija de italianos del norte, hablaba sin cesar de su país. Sus padres la habían vendido por unas monedas de oro y un cuervo.

El cuervo —ese mismo— acompañaba siempre a Fernando.

María lloraba con frecuencia; él la observaba con total indiferencia. Nada en ella despertaba emoción ni ternura en su marido.

La feria de las colectividades se extendía por toda la Argentina y el cono sur. En Europa, era una costumbre ancestral.

El cuervo le susurró al oído:

—Déjalo. Es una fiesta tonta. No hallarás nada allí.

Fernando recordó entonces a su padre.

—Este año —murmuró— haré frente a todos. Que caiga la maldición sobre los que celebran las colectividades.

Volvió a su carpa, en las afueras de Rosario.

Las mujeres vestían con telas de raso y cocinaban en clanes. Abuelos, hijos, nietos y esposas: veinte por campamento, al menos.

Entre ellas vivía la vieja gitana, bruja sin dientes, que había legado su sabiduría a su nieta Asia.

 

Asia era la belleza misma ante los ojos de Fernando: cabello ondulado, rojo como el sol del ocaso; piel suave; ojos color miel que relucían con los aros de ámbar.

El cuervo graznaba fuera de la tienda, nervioso.

Fernando le pidió que maldijera las fiestas de las colectividades.

Asia habló con voz dulce, que se volvió ronca y oscura:

El cuervo entró y se posó en los cabellos de Fernando, como si quisiera elevarlo.

Trazó una estrella de cinco puntas con la sangre de una víbora a la que había cercenado la cola con un hacha.

Con esa sangre dibujó un macho cabrío.

Asia reía a carcajadas. Su rostro de belleza se deformó en uno demoníaco.

—El sur del continente arderá —proclamó—. Los países serán inhóspitos, los ríos desbordarán, los peces morirán y las mujeres serán estériles.

Especialmente María...

—¡No te he pedido eso! —gritó Fernando.

Una fuerza invisible lo arrojó al suelo, y el cuervo derramó una lágrima.

Asia prosiguió:

—No habrá pan en la Argentina desde 1990 hasta 2025.

De las solapas de los políticos caerá la baba humana a granel.

La lluvia recordará que existimos.

El cuervo picó los ojos de Asia, que quedó ciega, aunque su poder se hizo inmenso.

Fernando, guiado por el ave, fue a buscar a María.

La encontró desangrada: la tierra bebía su vida.

Aún tenía la mirada diáfana y compasiva cuando exhaló su último aliento.

Por primera vez, Fernando sintió algo parecido al dolor, una compasión que no alcanzaba al amor.

El cuervo, horrorizado, picó el entrecejo de su amo.

Una luz pálida brotó allí, marcándolo como un ser fuera de este plano.

¿De qué plano hablamos?

Depende de dónde se halle el lector.

Los campamentos eran polvo, y su padre, joven otra vez.

—Padre, ¿qué te ha pasado?

—No lo conozco, señor. Voy a pedir la mano de María del Carmen de la Serna.

—Ella no es mi madre —replicó Fernando—, sino la vieja bruja.

El cuervo susurró:

—Tu filiación es dudosa. Tu madre murió en tu parto, y no queda rastro de su clan. Tu padre te adoptó tras el rechazo de la hechicera. No perteneces ni a ella, ni a Asia, ni a los gitanos.

Las emociones turbadas de Fernando lo mantenían entre la carne, los huesos y la locura.

Y en esas fiestas, siempre llovía.

En 2024 el cuervo aún permanece junto a él.

Fernando es político. Consume cocaína. Su esposa actual es reina de la banalidad.

Los cataclismos se multiplican desde la Primera Guerra Mundial, el Holocausto y el salvajismo de los gobernantes.

La gente muere en las calles.

A veces, Asia se le aparece vestida de Armani, espléndida.

Su maldición es la inmortalidad.

El cuervo, su único amigo, sobrevive.



Autor:Jorgelina E. Rodríguez

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