Anoche, me pidió que contemplara la luna menguante, perdida en el infinito de la bóveda celeste.
Usted tomaba mis manos, deslizándose sobre mi piel.
En un giro feroz, se presentó la sombra que sería yo misma al día siguiente.
Dejé que el espectro caminara, cansado, sin rumbo, pidiendo amor como un mendigo su limosna.
No hay poema que no sea robo, ni flor, ni promesa.
"Que tengáis suerte", me dijiste.
No creo en ella.
Dejé mis esperanzas entre sus sábanas verdes.
Sus ojos, su rostro, me hablaron del éxtasis de su sentir, casi tan brillante que mi propio ser dejó de importarme.
Decidme, princesa sin títulos, Preciosa, aunque no tenga más que el precio de su llamada y yo acuda.
Mi amor no es un lago manso, como será su mar.
No me ha buscado.
Claro, sabe cómo, dónde y cuándo mi ser se ha de entregar a sus brazos. Es decir, siempre.
De vez en cuando, sus ojos se disipan en una mirada celosa, en una posesión que reafirma a otros machos que le pertenezco.
¿O será a usted mismo?
No puedo dormir a su lado.
Solo perturba mi ilusión, inquietándome, desquiciando mi espacio privado con su fingida paz.
Si al menos me hubiera mentido, podría yo amenguar su sinceridad macabra.
Eso no es verdad, señor, es pura crueldad, y no soy Miranda…
A usted, Fernando, le veo desnudo, y tan solo huyo.