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MUJERES VENEZOLANAS EN ARGENTINA

Migrar, emigrar o inmigrar…para los venezolanos no importa cómo se diga, es abandonar su país, sin querer hacerlo, para comenzar de nuevo en otro, haciendo literalmente lo que sea, para poder subsistir y ayudar la familia que se quedó en Venezuela; sin importar sus estudios, profesiones, emprendimientos o familia, sin importar su tristeza por lo ausente y confusión por lo presente.

Los venezolanos, no son migradores, les gusta su país. El venezolano salía de viaje por turismo o por estudios, pero su hogar quedaba en Venezuela, el venezolano ama a su país.

En estos momentos existen más de 4 millones de venezolanos fuera de su tierra, desarraigados y perdidos llegando a países nuevos con culturas, formas de hablar y convivir diferentes, sintiéndose perdidos; porque lo que era para ellos su día a día, ya no existe y nunca más volverá; como ir a la carnicería y pedir un trozo de carne que parece una tontería, ahora nadie lo entiende, porque allí se dice diferente o comprar en una ferretería y tratar de explicar lo que es una regleta, aunque todos hablemos español, es lidiar con su cultura que no es ni mejor ni peor, también es diferente, es reinventarte y adaptarte sin tiempo para hacerlo, porque si, no hay tiempo porque tienes que empezar a producir y vivir donde no sabes cómo hacerlo.

Las historias de los venezolanos que emigran no solo se trata de lo que sucede al llegar a otro país, el asunto comienza desde que se tiene que tomar la decisión, el quien lo deciden en familia, el por qué es el mismo para todos, el para qué también es el mismo, el cómo es un tema complicado porque depende si te vas por aire o por tierra…

Así que, para que tengan información directa, les invito a que conozcan las historias de estas tres mujeres venezolanas que emigraron de Venezuela y que ahora viven en un hermoso país llamado Argentina.

 

Lucila Becerra Cermeño. 53 años. Salida de Venezuela el 27/11/2019.

Tiempo en Argentina: 1 año. Vivía en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. Una hija de 13 años

 

DEL NORTE AL SUR DE AMÉRICA DEL SUR

Nací en Cumaná, ciudad de Venezuela, capital del estado Sucre, ubicada a orillas del Mar Caribe y en las riberas del río Manzanares. Mi ciudad tiene en su haber el ser la primera fundada en tierra firme del continente americano, el 27 de noviembre de 1515. Allí, en ese rincón de gente hospitalaria, de paisajes ensoñadores y de un pasado histórico que enorgullece a sus pobladores, nací el 20 de diciembre de 1966, por allá cuando soñábamos que, al llegar al tercer milenio, disfrutaríamos de una ciudad en la

que la modernidad se hermanara con las tradiciones culturales que hacen de Cumaná una ciudad única y especial.

Vi la luz en un hogar fundado por Crispín y María Luisa, para quienes soy su hija mayor; mis hermanos, Rafael y Odaysa. Mis padres, dos maestros normalistas, sembraron en nosotros el valor del estudio como vía para la superación, y su cosecha fue fructífera: todos sus hijos son hoy profesionales universitarios. En mí, el amor por el saber lo empezó a cultivar mi abuela Lucila, quien desde mis más tiernos años me enseñó las primeras letras y los primeros números. Luego, mi camino formativo siguió en el Grupo Escolar Juan Freites, en el Ciclo Básico José Antonio Ramos Sucre y en el Ciclo Diversificado Antonio José de Sucre, donde en 1983, en el Bicentenario del Natalicio del Libertador, obtuve mi título de Bachiller en Ciencias. Pero no solo floreció en mí el amor por el saber; también se despertó, desde muy temprana edad, la pasión por el canto, un arte que ha traído a mí y a mi familia orgullo y satisfacción; presentaciones, premios y festivales me hicieron ganar el respeto y reconocimiento de mi ciudad. Al escribir estas líneas me llegan a la memoria las imágenes de la ocasión en que el entonces Gobernador, Carmelo Ríos, me entregó una placa por haber ganado para nuestro estado, por primera vez en la historia de ese evento, el primer lugar en la Voz Liceísta Nacional, en Acarigua, estado Portuguesa, en 1980; tanta alegría y regocijo no cabían en mi corazón. Pero ese momento no fue sino la puerta que se me abrió para en adelante llevar mi arte a muchos espacios de mi estado, de mi país y fuera de él. Y en ese camino, infinidad de vivencias se convirtieron en oportunidad para la alteridad y para que la música se instalara en mi subjetividad, en mi ser. Pero esa es otra historia.

Más, si mi trayectoria artística no terminó allí, tampoco lo hizo mi formación académica. Desarrollé mi educación universitaria en el Núcleo de Sucre de la Universidad de Oriente, Alma Mater que, en adelante, y por treinta años se convirtió en mi segunda casa, en la guía de mis acciones y pasiones. La UDO, como le decimos los udistas, fue el espacio donde me nutrí de saberes y de vínculos afectivos, profesionales y académicos que me acompañarán por el resto de mi vida. Allí obtuve mis títulos de Licenciada en Educación Mención Castellano y Literatura, Magíster Scientiarum en Educación Mención Enseñanza del Castellano y Doctora en Educación; y también allí, en el Departamento de Filosofía y Letras, tuve la oportunidad, durante veinticinco años, de contribuir a la preparación de muchos que son hoy profesionales que laboran en algún lugar de mi malogrado país o de otra nación que les abrió los brazos para recibirlos en este forzado exilio.

Pero, ya Cumaná no es mi Cumaná ni la UDO es mi UDO. Lo que eran solo está en mi memoria y en mis añoranzas. Ahora, únicamente son las ruinas y escombros de lo que fueron. Cumaná, una ciudad insalubre, destruida, donde sus antiguos felices moradores se convirtieron en especies de momias andantes solo en busca del pan con el que satisfacer el hambre del día. ¿Y la UDO? ¿Mi UDO? ¿Qué ha sido de ella? Solo quedan unas paredes en pie luego del saqueo, la vandalización y la destrucción. La quema, en manos de salvajes antisociales, de su biblioteca, en donde, junto con muchos otros trabajos de grado, seguramente reposaban ejemplares de las tesis que tanto esfuerzo intelectual me costaron, y de su auditorio, en el que montones de veces me subí para cantarles a udistas e invitados, es el sello que refrenda la muerte de ese espacio para el saber, la cultura, la docencia y la investigación que tanto dio a Venezuela.

En julio de 2019, cumplí veinticinco años de servicio en mi UDO. Con orgullo y tesón alcancé todas las categorías del escalafón universitario. Con mi salario como docente me superé socialmente: adquirí carro y apartamento, pude viajar y conocer y disfrutar de una calidad de vida digna de mi formación y estatus laboral, además, pude cubrir todos los costos que el ejercicio de mi profesión demandaba (adquisición de libros y artefactos tecnológicos y asistencia a eventos). Habría seguido sirviendo a la educación a través de los espacios académicos de la UDO, pero la destrucción material y moral de esa que fue mi segunda casa y la burlona subvaloración, por parte del gobierno patrono, de mi formación y mis credenciales me hicieron optar por la jubilación cuando ya había llegado a ser profesor titular, categoría que todo profesor universitario anhela alcanzar.

Una vez jubilada, la vida me obliga a pensar en el futuro de Mary Carmen, quien en ese momento contaba con doce años y recién concluía su educación primaria. Las tenebrosas imágenes de la destrucción de la UDO me hicieron pensar en el futuro que Venezuela le ofrecía a mi hija, esa niña que me costó concebir y que es mi mayor tesoro. Y lo decidí, o, mejor, lo decidimos: mi esposo José Francisco y yo, con muchos kilos de peso menos, porque comer ya se había convertido en una tarea titánica, y con más de cincuenta años a cuestas, tomamos la dolorosa determinación de emigrar para brindarle a Mary Carmen una mejor opción de vida.

Y es así como el 21 de noviembre de 2019, día del 61 aniversario de mi Universidad de Oriente, salimos de nuestra casa, dejándola intacta, con la esperanza de volver y encontrarla igual, como si el tiempo no hubiera pasado. Salimos en busca de Buenos Aires, ciudad a la que llegamos el 27 de noviembre, el mismo día en que mi

Cumaná querida cumplía 504 años, Y hoy estoy aquí, transitando una vida de inmigrante en la que he pasado por experiencias hermosas y por otras muy dolorosas, más por el desarraigo que por la receptividad de los argentinos. Lo más duro de todo: la separación de mi familia y el temor de no volver a ver a mis ancianos padres; vivo todos los días con esa terrible imagen en mi pensamiento.

Al principio, fuimos recibidos por unos amigos venezolanos, pero pronto emergió la necesidad de independizarnos, meta que nos costó mucho porque con nuestra edad no ha sido fácil conseguir un empleo estable y, con una situación país marcada principalmente por la pandemia y la cuarentena, incluso formalizar el proceso migratorio se ha convertido en un largo periplo. En este año que tenemos en Argentina hemos hecho muchos oficios, desde repartir volantes hasta cuidar adultos mayores; desde la venta ambulante hasta vender comida venezolana; desde pintar casas hasta estar encargados de un kiosko. Hoy, ya tenemos nueve meses viviendo en un pequeño departamento que alquilamos y pagamos con nuestro trabajo, y que hemos podido equipar con lo que necesitamos para vivir con confort. Mary Carmen está concluyendo su primer año de educación secundaria, que por las circunstancias debió cursar de manera virtual. Mi esposo trabaja duramente en el comercio por internet. Y yo, con la fe puesta en poder ejercer algún día mi profesión en estas tierras, ofrezco mis servicios “online” como asesora para la elaboración, revisión, corrección y transcripción de trabajos escritos.

Esta historia en tierras argentinas apenas empieza a escribirse. Solo sé que no quiero volver a la Cumaná miserable y a la UDO devastada. Solo desandaré mis pasos cuando sepa que mi Cumaná y mi UDO están de vuelta, únicamente entonces regresaré a esa casa que dejé intacta y que está esperándome como si el tiempo no hubiera pasado.

Lucila Becerra

 

 



Autor:María Ángeles Sosa

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