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Porque mientras alguien obtiene algo de ti —tu apoyo, tu compañía, tu ayuda, tu amor— es fácil que muestre amabilidad, sonrisas y palabras dulces.
El interés disfraza la verdadera esencia, y muchos saben fingir cercanía cuando hay un beneficio de por medio.
Pero la máscara se cae cuando ya no tienen nada que ganar de ti: ahí aparece su verdadero rostro.
Algunos siguen siendo leales, agradecidos y sinceros, porque entienden que las personas no son objetos de utilidad, sino vínculos que merecen respeto.
Otros, en cambio, desaparecen, se vuelven indiferentes o incluso te tratan con desprecio, como si tu valor se hubiera agotado al dejar de serles útil.
Es en ese instante donde se revela la verdad: la calidad humana no se mide en los momentos de necesidad, sino en los de gratuidad.
Si alguien solo estuvo a tu lado mientras necesitaba algo de ti, nunca estuvo realmente contigo.
Y duele, claro, porque descubrirlo significa reconocer que diste de más a quien apenas sabía dar.
Pero también es una bendición, porque esa revelación te libera: te muestra quién merece permanecer en tu vida y quién solo estaba de paso.
El respeto verdadero no depende de la utilidad, sino del aprecio genuino.
Y quien te trata con la misma dignidad cuando no necesita nada de ti, ese sí es alguien que vale oro.
Al final, lo importante no es cuánta gente te rodea, sino cuántos se quedan cuando ya no tienen más que ganar, y aún así deciden compartir contigo lo único que vale, su presencia sincera.