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En un flanco vuelto hacia la oscilación de aires sombríos,
me deseas, oh ser, tan dolorosamente terrena,
mientras los volcanes de la guerra rugen
y los pesares del alma se arrastran en silencio.
Imágenes rotas.
Caos de lo real.
Secretos sellados bajo lenguas mudas,
silencios densos que ahogan el grito.
¿Quién no se pregunta, en la penumbra,
quién camina liviano, sin juicio ni juez?
Mi costado gris, hambriento de lunas marchitas,
sediento Horus atrapado en la tormenta,
rodeado de caníbales del deseo ajeno,
sordos al clamor del que gime.
Pues la carne roja siempre exige alto precio.
Llama madre que sacude el alma,
torbellino de siluetas bellas,
envueltas en aromas brillantes,
expropiadas de su naturaleza.
Sin regreso a lo eterno,
pues nunca nos fue dado este mundo sombrío.
Oh, Perséfone, reina del inframundo,
tu sombra danza sobre flores que ya no cantan.
Y en cada giro de estación,
tu llanto fecunda la tierra sedienta,
recordando que en la pérdida vive el renacer,
y en cada herida, el germen de un nuevo sol.
Eros lanza flechas en pechos ya rotos,
mientras las almas erran,
perdidas entre ecos de amores no nacidos,
preguntándose si el dolor es luz disfrazada,
si el sendero quebrado es el único camino.
Cada lágrima refleja un anhelo,
un temblor de sentido en la sombra.
Como Quirón, el sabio centauro,
busco curación en llagas ancestrales,
exploro la grieta entre cuerpo y espíritu,
anhelando renacer —
como el fénix que, entre cenizas,
se rehace a sí mismo
una y otra vez
en su viaje hacia la luz.
En el abismo, donde los destinos se entrecruzan,
las Moiras hilan con manos de silencio,
y el porvenir es un susurro,
una promesa de eternidad contenida en el caos.
En sueños te presiento, sin piel en la mía,
tan uno, tan fusión,
que los elementos se doblegan ante el roce
magnético de nuestras luces,
eclipsadas solo por el oro de Rah.